jueves, 3 de febrero de 2011

Verlas venir o prepararse activamente

Cuando uno o una se da cuenta de que es mayor y va camino de viejo (la
conciencia de eso suele venir a menudo con la jubilación) puede,
básicamente, elegir entre dos opciones: una consiste en no hacer nada,
como si el género de vida que lleva uno cumplidos los sesenta y con
salud normal, se pudiera prolongar indefinadamente, y la otra, es
pararse en algún momento a pensar que vienen cambios y conviene
preparse. 

No hacer nada especial es lo que de hecho hace la mayoría, simplemente
tratar de seguir viviendo como hasta entonces, sin plantearse cambios;
pero la opción de no hacer nada parece ser también resultado de la
opción teorizada por algunos que han decidido que no quieren seguir
viviendo una vida deteriorada, lo que es una decisión muy plausible,
pero que no soluciona en absoluto el problema real, ni lo roza. Porque
el problema real de la inmensa mayoría no es el de prolongar o no una
vida vegetativa, sino el de los largos años de envejecimiento, y este
problema lo empezamos a vivir ya a partir de los sesenta y tantos, de
una manera más o menos acusada. 
Estadísticamente podemos estar casi seguros de que en los próximos 15
años, estando razonablemente bien de salud, esto es, sin ser
dependientes, vamos a pasar, como mínimo por períodos de dependencia
importantes (enfermedades que se curan, roturas de huesos,
intervenciones…). Esos períodos, en situación de soledad, significan
como mínimo, tener que echar mano de la ayuda de otras personas o
instituciones, y muy a menudo tener que abandonar temporalmente el
propio hogar. 
Por otro lado, excepto para una minoría de personas, digamos extrañas,
la soledad, la falta de contacto suficiente con los amigos y
conocidos, que se acentúa si no se hace algo importantye para
contrarrestarla, está reconocida como uno de los mayores enemigos de
la salud mental (y física) de las personas mayores. 
Por no hablar de los problemas económicos a los que nos podemos
enfrentar en un futuro, en el que la continuidad de las pensiones no
está ni de lejos garantizada, los servicios sociales en plena
decadencia y los precios de las residencias privadas cada vez más
arriba. 
La otra actitud es la de hacer algo. Entre las cosas que se pueden
hacer para intentar envejecer manteniendo un modo de vida aceptable
está el irse a vivir con algún hijo (suele ser hija). Esta opción,
normal hasta nuestra generación, donde los hijos o hijas abundaban,
hoy en día no está al alcance de casi nadie, y supone siempre
condicionar de manera terrible años o décadas de la vida de los que
nos tomen a su cargo. Entre los de mi generación que somos padres hay
un profundo y sanísimo rechazo a hipotecar así la vida de cualquier
hijo o hija, de manera que la consideraremos opción 0. Otra opción es
haber podido ahorrar (el piso, el fondo de pensiones, dinerito en el
banco) y dejar todo previsto para que si llega el  momento de seguir
viviendo pero con autonomía limitada, uno va a ir a parar a un
establecimiento con servicios excelentes, donde envejecer rodeado de
cuidados profesionales de calidad. 
Y otra opción es la de plantearse el envejecimiento de manera activa,
como nos hemos enfrentado a los cambios fundamentales de la vida, como
por ejemplo cuando nos independizábamos para vivir con un compañero/a,
para tener hijos, cuando hemos tenido que cambiar de ciudad por
cuestiones de trabajo, o después de un divorcio, etc.. Se trata, como
entonces, de asumir que entramos en una nueva etapa, que puede ser
relativamente larga, de la vida y  que, como entonces, podemos
intentar preparar las condiciones de viviendas, de entorno, de
amistades, etc. en las que queremos vivir esos años. 
La diferencia de actitud que supone este planteamiento es fundamental,
y se corresponde con la diferencia real entre nuestra generación de
jubilados y las anteriores. 
Estamos un poco hartos de las bromas sobre el tiempo que vamos a pasar
inspeccionando las obras de los alrededores, sobre que todavía tenemos
opción a ligar en Benidorm, y otras gracias con las que nos sentimos
poco identificados. La mayor parte de los recién jubilados que conozco
están más que atareados, y aparte de los nietos, los que los tienen,
hay en general varios proyectos con los que estamos comprometidos y
nos mantienen bien vivos. Pero aunque de hecho no somos mayores o
jubilados como los de antes, suele faltar tiempo, o ganas, o
percepción suficiente para pararse, mirar hacia delante y hacernos una
composición de lugar de lo que vamos a ser o cómo vamos a estar dentro
de 10, 15 o 20  o más años. Y de esa observación sacar unas
conclusiones: me interesaría vivir así y así. ¿Qué tengo que hacer
para conseguirlo y que esté en mis manos? 
Y en la respuesta, sin lugar a dudas la vivienda y lo relativo a ella,
va a tener un lugar fundamental: ¿qué ventajas o inconvenientes tiene
la casa donde vivo ahora?, ¿qué características físicas  y de entorno
debería tener una casa apropiada para mí dentro de unos años?,
¿prefiero la intimidad (y soledad) de mi casa individual o la
proximidad de algunos amigos?, ¿con quién me gustaría poder compartir
mis ratos libres?, ¿tengo posibilidades de conseguir esa vivienda y
esa manera de vivir que considero mejores? 
Y a la hora de responder a esas cuestiones, el modelo de hábitat
compartido o cohousing (viviendas completas, individuales o de pareja)
agrupadas y complementadas con una serie de espacios (salas de estar,
cocina, comedor, lavandería, taller, habitaciones para huéspedes o
ayudantes, etc.) comunes, con unos pactos genéricos de ayuda mutua, se
me aparece como ganador por goleada. 
Este modelo, para el que no encuentro un nombre simple más apropiado
que la palabreja cohousing tiene ya un buen recorrido y se ha
comprobado su validez en bastantes países que llegaron a una situación
demográfica y social semejantes a las nuestras actuales con 40 o 50
años de antelación. En los países nórdicos, en Holanda, en los países
anglosajones son muchos los miles de mayores que han optado por
agruparse, concebir un proyecto, discutirlo durante cientos de horas,
diseñarlo apoyando el trabajo de un arquitecto, construirlo y vivir en
él. Y las experiencias son abrumadoramente positivas. 
¿Qué razones podemos tener para no embarcarnos en un proyecto así si
materialmente parece posible? La verdad es que no se me ocurren buenas
razones, aunque reconozco que las que hay realmente son de fondo:
miedo a perder nuestra independencia, no hacerse a la idea de dejar la
vivienda donde tan a gusto estamos ahora, pensar que esto lo va alejar
a uno de su familia, temor al riesgo económico que se puede correr,
falta de confianza en la la capacidad, nuestra y de los demás, para la
vida (relativamente) comunitaria…preferir lo bueno conocido que lo
mejor por conocer, en suma.

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